sábado, 2 de abril de 2011

Lo prometido es deuda.

Sí, he vuelto con renovados ímpetus y hoy voy a escribir sobre... pan. O más bien, sobre determinados aspectos de la cosa panificadora.

Llevo dándole vueltas desde que, el otro día, estaba comentando mis experiencias con el pan, el horno y todo lo demás. Mi atenta oyente es hija, nieta, sobrina de panaderos. Yo no sabía de esta circunstancia genética
tan amplia (sólo que su padre había sido panadero, entre otros oficios) cuando le llevé una de mis primeras hogazas, toda ufana.

La miró, dijo de su corteza, al cabo del rato la abrió y dió su aprobación a la miga. Y luego me dijo que estaba buena de sabor, con lo cual yo iba como Vicki el vikingo, diciendo "qué contenta estoy" y dando botes.


Pero sigamos con el relato. Hablaba yo de mis problemillas con el horno (creía que tenía un horno bastante digno... Hasta que me compré un termómetro de horno y descubrí que la media es 30º C
menos de lo que marca el termostato) y las harinas, el amasado y demás.

Al hilo de esto y hablando de lo que me dura tierno el pan que hago (una semana), empecé a pensar en costes. No sé, realmente, si hago un buen negocio con el amasamiento de mis dos hogazas (330 g de harina, etc.), la horita que se tira el horno para alcanzar la temperatura y otros pormenores. Mi amiga decía que me sale más a cuenta pagar los 60 céntimos de la barra de pan de la panadería (de barrio, normalita), aunque a los dos días no sirva ni para hacer tostadas. Sí, claro que tiene otras compensaciones, digamos sentimentales -lo decía ella-:

  • el mito de la autosuficiencia (solo me faltaba pillar un ático con terraza y poner una jaulita para las gallinas como en Mujeres..., o buscar un terreno y ponerme a sembrar trigo),
  • el mito de lo natural, de saber qué estás comiendo (para eso necesito sembrar mi trigo...).
Sí es cierto que me gusta hacer cosas por mí misma, coser mi propia ropa, comer lo que cocino, pero no creo que pudiera sobrevivir si me abandonaran en plan robinson, en principio. Soy demasiado urbana, he pasado mi vida en una ciudad de más de 3 millones de habitantes, y lo más parecido a la aventura es que fui girl-scout en mi adolescencia.

Con todo eso, me da por pensar que, en España, los aficionados a hacer pan en casa debemos tener un perfil general del tipo: nivel adquisitivo y cultural medio al menos, con tiempo de ocio (hay panes que necesitan procesos de 6-7 horas), etc. En otros países de Europa, sobre todo en el Norte, lo de hacer pan en casa es más habitual, aquí me da que es una moda temprana.


Yo me considero de clase media, con nivel educativo medio. No entro en la historia de si hombres o mujeres, con familia o no... Pero que hay tiempo el domingo para amasar, fermentar y hornear, sí (la única vez que no estuve pendiente de los tiempos de elaboración, el pan salió bastante mejorable. No vuelvo a hacerlo).


En Estados Unidos, no es baladí que el consumo de comida basura esté ligado a los estratos menos favorecidos socialmente, con mayores índices de enfermedad, obesidad, criminalidad y menores índices de educación y asistencia social. Las clases altas son las que se preocupan por su alimentación, por realizar ejercicio físico, etc.


En España, los productos ecológicos son mucho más caros, lógico si atendemos a los procesos que teóricamente no entran en su elaboración (no hay abono artificial, ni pesticidas, ni alimentación con determinados piensos...). Eso quiere decir que el consumidor habitual debe tener más dinero para poder comprar un pimiento ecológico, por poner un ejemplo.


Puedo estar equivocada, pero me parece que en el libro Food. A History, de Felipe Fernández-Armesto (traducido en España como Una historia de la comida) habla algo de ello. No lo tengo a mano y no lo puedo contrastar, pero ahí va un libro interesante para leer.


De todos modos, la sensación de hacer tu propio pan y jugar con la masa (momento plastelina, que lo llamo), es impagable.
Lo recomiendo al menos una vez en la vida.