sábado, 13 de marzo de 2010

Manchas

El blogusino de hoy es muy personal. Suelo comentar cosas pasadas de tipo general (con la debida distancia, claro), pero hoy va a ser algo diferente.

Esta mañana estaba ordenando ropa para meterla en su sitio y viendo las manchas del mantel de las ocasiones especiales, me ha dado por pensar en cómo cambian las personas. Yo, en concreto.

Curioso que nunca me ha importado demasiado un plato roto o un vaso caído, pero sí los manteles manchados y en general el descuido en la mesa. Bien mirado, todas esas circunstancias son producto de una torpeza y yo soy muy torpe; tendría que hacerme mirar por qué una cosa me afecta más que las otras.

Hace unos años vivía en España un amigo sueco y le invité a cenar junto con otra amiga española. Aunque mi amiga es abstemia, él y yo no tuvimos mayor problema en abrir una buena botella de tinto.

He de decir que no he visto en nigún sitio más variedad de vinos y licores que en un
systembolaget (comercio donde se expenden bebidas alcohólicas, monopolio del Estado) en Suecia, donde no se produce vino pero beben más que bastante y a unos precios exorbitantes.

Mi amigo cometió el error imperdonable de derramar unas gotas en el mantel y mis ojos llamearon de ira (tipo cómic, imaginadlo), de tal modo que se quedó entre asustado y enfadado por lo que bien podría parecerle una niñería.

Es verdad que ese mantel (no el de las ocasiones especiales) es de color crudo y lo bordé hace muchos años, así que le tengo un cierto cariño.
Como era de esperar, la mancha permanece desde entonces. No voy a echar lejía por no cargarme el color del bordado y el remedio casero de frotar con vino blanco no funciona, al menos con manchas viejas.

Con el tiempo, mi rigorismo en cuanto al cuidado o torpeza que pueden/puedo tener con mi ropa de mesa ha disminuido.

De hecho, en una cena a la que asistieron mi hermana y otros tres amigos, uno de ellos descorchó una botella de cava y parecía que habíamos ganado una carrera de Fórmula 1. No lo hizo a propósito, pero el caso es que el cava llegó al suelo, porque la mesa era de jardín, con listones separados entre sí. Debo decir que me dió la risa floja y me lo tomé con humor, cuando quizá un par de años antes le hubiera fulminado cual Júpiter tonante.

En una cena poco después, a la que asistían mi dilecto maestro, el no menos dilecto acompañante y un tercer amigo, éste último manchó tremendamente el susodicho mantel de las ocasiones especiales con un Oporto, oscuro como el petróleo, que resultó delicioso.

Esas manchas son las que he contemplado esta mañana, pensando no en el destrozo, sino en que son un recuerdo imborrable (el adjetivo no es retórico) de una noche estupenda con comida, bebida y compañía excepcionales...

Pero eso no obsta para que mi pobre amigo esté castigado a usar la servilleta que igualmente manchó intentando arreglar el desaguisado.

Cuando el mantel y las servilletas estén tan coloridas que no se sepa cuál fue la primera y cuál la última mancha, entonces le levantaré la sanción. Será síntoma de que ha habido muchas y muy buenas cenas de las que hemos disfrutado, suficientemente especiales como para sacar el mantel de las grandes ocasiones.

Me ha quedado un poco sentimental ¿no?

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